Espero críticas y elogios, ceños fruncidos y sonrisas cómplices, lágrimas de emoción y carcajadas ilusas. Si logra este espacio personal alguna de esas sensaciones me daré por satisfecha........

viernes, 2 de octubre de 2009

MI CECILIA

MI CECILIA

_ ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Podríamos estar juntos, viendo este atardecer hermoso_ iba deslizando el lápiz de Esteban sobre el papel, un tanto alabeado ya por sus codos despreocupados.
La ventanita de la buhardilla se había hecho cómplice del espectáculo: mostraba el mar en ese interminable instante en que el sol convierte en sangría las aguas.
Como sobre una ola rebelde, corcoveaba la letra en la hoja: _ ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pude creerte? Nunca quisiste vivir en paz y ser feliz conmigo en este lugar. Buscabas algo que sólo ahora comprendo.
Recuerdo los rostros de mis padres cuando decidí mudarme aquí, contigo. Después de treinta años, me iba de casa, del barrio, de la ciudad; nunca me había tomado más de cuatro o cinco días de vacaciones: tenía pánico a la soledad, al silencio, a vivir. Así me habían criado, así lo había aceptado. Hasta que te conocí.
Mi madre me lo advirtió con una mirada larga y triste, pero eras tan bella, tan hermosa.
¿Te acordás cuando llegamos? Tu rostro se encendió aunque, esa noche, sólo tus ojos iluminaron este espacio, el primero que sería nuestro. Papá me había comprendido tan cabalmente que no vaciló en gestionar el alquiler.
Hasta mamá había abrigado la esperanza de ver a su muchacho más repuesto, más vigoroso. Siempre me recordaba que debía alimentarme más y mejor; decía: “no sé a quién saliste así tan flaco, tan endeble; tu papá siempre fue macizo “Los tres creímos que la felicidad estaba contigo.
¡Te extraño, Cecilia! Mi Cecilia. Lograste arrancarnos el miedo de vivir, de equivocarnos.
El lápiz tachoneó la palabra estaba. Después de un momento descansó paralelo a la hoja. Un paralelismo que no se destruiría ya por intersección. Porque el manoseado papel fue a parar a un frasco de perfume vacío.
Todavía lucía la etiqueta llamativa que tanto encantaba a Cecilia. El muchacho lo tapó con cuidado y lo depositó en la mochila. Se la colgó, salió y lentamente bajó las escaleras a la playa.
El faro de Cabo Polonio, viendo sin querer tras su parpadeo, fue el único testigo sordomudo del viaje que acababa de emprender Esteban en busca de su sirena perdida.
BILU

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