Espero críticas y elogios, ceños fruncidos y sonrisas cómplices, lágrimas de emoción y carcajadas ilusas. Si logra este espacio personal alguna de esas sensaciones me daré por satisfecha........

viernes, 16 de octubre de 2009

LA CITA EQUIVOCADA

LA CITA EQUIVOCADA

"Sé lo que hiciste, tenemos que hablar, nos vemos en la explanada mañana
a las 22, no faltes. C." La frase se me iba introduciendo con más fuerza en mi cabeza. Cada vez que entornaba mis ojos la veía con letras color punzó lastimándome los párpados.
La terminal estaba atestada de gente. El alta voz murmuraba los arribos y las
partidas sin un orden lógico; por lo menos para mis oídos, que también oían a
mi mente: < mañana no estaré en Montevideo; ella lo sabía. Y en definitiva
no hice nada, no hice nada de malo>
Mi mente ya iba en camino. Deseaba con todas mis fuerzas que las agujas del
reloj buscaran frenéticamente mi destino. Y al llegar se congelaran.
El muchachito pelirrojo, que no dejaba de golpetear el suelo con la punta de su
bota izquierda, miraba también el reloj impaciente. Esos jeans gastados y esa
camisa rosa impecablemente planchada me habían llamado la atención desde
que había ingresado a la terminal. También llevaba una riñonera de cuero gris que
combinaba con un pequeño bolso que yacía recostado al pie de su asiento, entre
sus piernas nerviosas y ágiles.
En un momento varios pasajeros desalojaron todos los asientos de la hilera de
en frente. Aproveché y saboreé la última mentolypthus que me quedaba estirando
todo mi cansado cuerpo a lo largo de tres asientos. Cerré los ojos y... una vez más
había vuelto la frase. El eco de mi voz recordándola me taladraba los oídos. Había
tratado en vano de olvidarla. El alta voz seguía murmurando; entonces creí escuchar
mi destino. Abrí los ojos, tomé mi bolso y giré sobre mi hombro izquierdo para ver
una vez más al muchachito. Pero ya no estaba.
Al subir al ómnibus no quise depositar mi bolso en el maletero. - Es chico, lo llevo
en la falda- le había dicho al chofer con educación.
A los pocos quilómetros mis nervios me estaban jugando una pulseada; tenía que
ganarles. Me acordé del mp3- un poco de buena música relaja el tiempo- me dije.
Quizá también logre borrar esa maldita frase de mi mente.
Busqué el bolsillo exterior de mi bolso, pero no estaba. - ¡No se puede perder un
bolsillo!- pensé. Di vuelta el bolso, lo miré desde todos los ángulos. La franja color
granate que sólo se dibujaba en uno de los lados del bolso estaba; pero los tres
bolsillos exteriores no. Indudablemente era un bolso parecido al mío pero no era
el mío. Busqué una identificación sin suerte. Entonces abrí el cierre, y sin poder
fijar la mirada dentro tanteé con mi mano. Solo ropa, parecía. Nada que se pareciera
a una agenda o a una billetera. Cerré de pronto cuando escuché una bocina.
Me sudaba la frente, y eso que estábamos en el mes de julio.
A todo esto el ómnibus hizo su primera parada. La mía era la tercera; pero algo
me asfixiaba ahí dentro. Decidí bajarme ahí.
El primer hotel que vi me pareció bien.
Ya en la habitación fui al baño, me refresqué sin que mis ojos se apartaran del
bolso que había dejado sobre la cama.
Me saqué los zapatos, me hinqué sobre el colchón, por cierto bastante mullido, y
comencé a sacar el contenido del bolso a puñados, después lo di vuelta y lo
sacudí. Lo último en caer fue una navaja tallada con piedras de amatista en el
extremo del mango.
El aroma que desprendían las prendas, una combinación de almizcle y eucalipto,
me recordó al muchachito de la terminal. Hundí mi rostro en ellas extasiado hasta
que mi mente me recordó la frase que había creído olvidar. Me incorporé
buscándola. Ya no podía más... - ¡no volverá a verme!- grité.
Había comenzado a guardar las prendas nuevamente, cuando entre ellas encontré
dos pantys negras caladas, dos antifaces con plumas tornasoladas y una capa
de seda ámbar, con la cuál me arropé y quedé tendido en la cama esperando que
el joven pelirrojo entrara en mi habitación y me desvistiera lentamente. Ya lo veía
con esa hermosa navaja entre sus dientes.
BILU

domingo, 11 de octubre de 2009

PERFIDA MUJER

PÉRFIDA MUJER


Sus ojos demoraron en cerrarse, quizá para terminar de abrir la herida que había causado en mi enfermo corazón.
Ya no podía recordar nítidamente cómo fue que la conocí. De lo que estoy seguro sí, es de recordar a la perfección ese maldito día, ese día que decidió comenzar con mi fin.
Ese día...lo recuerdo como si hubiera sido ayer; y ya pasaron quince años. Recuerdo su mirada desencajada, sus movimientos nerviosos, sus insultos sin fundamento y ese fervor por vivir y jugar al límite con mis sentimientos. Había sacado un cuchillo de la cocina y lo revoleaba dando bofetadas al aire a unos pocos centímetros de su panza, donde mi hijo inmerso en la sombra protectora del útero materno, se aprontaba a desafiar su inframundo en un mes aproximadamente.
Yo, desesperado, trataba de calmarla, pero a cada intento mío por abrazarla para quitarle el cuchillo su furia aumentaba. Aumentaba a ritmo inquietante, hasta frenético. Al mismo ritmo que mis latidos. Y en esa sincronía arrítmica acelerada lo último que vi y que oí antes de desvanecerme fueron los gritos desgarradores de Laura al hundir el cuchillo con fiereza inusitada en medio de su abdomen.
Cuando los médicos me dieron el alta definitiva la fui a buscar, preocupado, sí preocupado. Aún la quería.
No sólo ya no tendría una familia, hijos, mujer, nietos; sino que ya no tenía vida. Ella logró matarla.
No pude siquiera pensar simplemente en vivir; comencé a vivir mi muerte. De mi trabajo a la clínica, de la clínica a mi casa, de mi casa al trabajo; esa fue mi rutina diaria durante cinco años. Lo que duró su internación en el psiquiátrico, lo que pude pagar; bueno, en realidad, lo que quise pagar.
Los dos nos habíamos salvado de milagro. Mi querido Daniel no había tenido esa suerte o esa desgracia, ya no sé que hubiera sido mejor. Yo con un corazón enfermo y ella siendo estudio de juntas médicas que aún hoy no comprenden.
Yo recién hoy comprendí. Y en mi mente, mientras veía su rostro aterrado, se agruparon los recuerdos de lo que nunca fue. ¡Qué iluso! ¿No?
Podría haberlo hecho mucho antes. Podría haberla dejado abandonada a su suerte. Hubiera podido sí, pero no lo hice. Simplemente quería acabar con ella.
Lo había planeado muy bien; sin embargo nunca pensé que me dolería tanto su mirada en el último minuto de agonía. Hasta muriéndose logró su objetivo: hacerme sentir culpable de haber nacido.

BILU

sábado, 10 de octubre de 2009

ARRIESGADA DESICION

ARRIESGADA DESICION

Estaba oscuro. Cientos de almas se movían, emulando ganado nervioso. Ella
procuraba pasar inadvertida. Inmóvil y callada en su litera, aferrada al minúsculo equipaje, se limitaba a observar el entorno. De vez en cuando miraba de reojo aquel cuadrante del falso pasaporte, que sobresalía del bolsillo; le había costado mucho conseguirlo. Tampoco habían perdido sus oídos las últimas palabras de su madre al embarcar: "Si escuchás tu nombre sigue caminando sin voltearte jamás."
El barco era alemán; su pasaje, de segunda; pero sus esperanzas volaban alto y dirigían la embarcación.
Iban pasando los días y los alimentos empezaron a escasear. Algunos, los más osados, subían a cubierta donde los turistas de clase alta algunas veces necesitaban ayudantes; la paga era en mercancía. Muchos terminaban escaleras abajo, escuchando un portazo de despedida.
Isabel soñaba noche y día. Se imaginaba en las calles de la ciudad desconocida y a medida que así las recorría, se fue convenciendo de las molestias que sus contadas pertenencias le causarían. Decidió entonces deshacerse de ellas; necesitaba lanzar por la borda los episodios que todavía la ataban al pasado. Como aquella frazada, la que su madre y su hermana le habían tejido y bordado para el ajuar matrimonial. Comprendió que tirar su amada manta por la borda era un compromiso absoluto con José, mucho más radical que el que le había jurado en la ceremonia de los anillos y la echó a volar. Sobre la pantalla multicolor de la frazada, que tremolaba al compás de la brisa suave, antes de tenderse sobre el colchón de espuma que esperaba su
descanso, la mirada de la mujer descubrió algunas imágenes de la Isabel que se había quedado en tierra: la de la boda, la de los primeros tiempos de convivencia y adaptación a una familia numerosa, porque José era un viudo veinte años mayor que ella y padre de una jovencita de catorce años y tres varones mayores, aunque sólo los fines de semana estaban juntos en el campo. Isabel se las ingeniaba para mantener sin ayuda la huerta y unos pocos
animales de corral mientras su marido, ascendido a capataz, lidiaba en la construcción cada vez más horas sin que la retribución reflejara su esfuerzo.
España no era la misma después de la guerra. Corría el rumor de que en América se necesitaba mano de obra y que la paga crecía al ritmo de la adolescencia pujante del continente.
Un mal día, José decidió probar suerte sobre la otra orilla del Atlántico. La despedida fue cruel. Ese día, Isabel no se levantó. Desde su cuarto vio partir al amado, con su pequeña hija de la mano. Su corazón galopaba detrás de él, pero la razón le impedía el paso: era muy orgullosa y no le perdonaba que la dejara. Sólo cuando ya no se divisaron las siluetas en el camino, Isabel estiró su cuerpo y se quedó observando el paisaje solitario a través de la ventana.
Se tiró en la cama, de nuevo. Lentamente fue deslizándose debajo de la manta abrigada y colorida; cerró los párpados, buscando un sueño que la redimiera pero en la oscuridad sólo había aparecido el rostro de José. El mismo que ahora latía en la bandera de aquel barco surcando el incierto pero esperanzado futuro.

BILU

¡CRECER, QUÉ CONTRARIEDAD!

¡CRECER, QUÉ CONTRARIEDAD!


Me lo contó en una noche de claridad, que duró una eternidad.
Entre sueños y nostalgias acomodó su corazón mirando el mar.
En la mitad de su historia me despertó la curiosidad; y como un
terapeuta amigo escuché su verdad. Es la que ahora te voy a
contar. Tengo su permiso y el de su mamá: "quería encontrar el
lugar exacto donde se une el cielo y el mar pero había que
zambullirse o volar. No estaba preparado aún. No quería estarlo.
Añoraba los mágicos paseos al litoral, a Solymar, a dejar las
rueditas y pedalear.
Estaba en un momento especial, esencial, más que particular.
Ese de conocerse con mirar atrás.
El espejo le devolvía la realidad, pero al verla sentía ardor estomacal.
Luchaba consigo por un lugar que ya tenía aunque ciertamente no
lo veía. Sufría en la inmensidad de su ser despegar. Se negaba
a volar alto por temor a naufragar.
Más creía en lo que decía, en honor a la verdad, cuando se veía
nadando hacia la libertad. Sólo que lo hecho en palabras no siempre
se condice con la edad. No quería despegar y menos aún despegarse
del cordón umbilical. Ya lo había comenzado a lograr y fue cuando
desde el cielo todo lo vio con claridad. Su lugar ya no era su lugar.
¿Cuál era ahora? se preguntaba. Para dos no había espacio; el de
él era el espacio sideral, donde podía imaginarse en el útero de
mamá.
No hay forma de olvidar la felicidad cuando se atesora en cajitas
armadas con espuma de mar. Esa delicada caricia que mamá
ya no le da.
Nadie como ella lo había entendido mejor. Nadie como ella le
había dado su corazón. El que usaría de rompeolas en busca de
su anhelado mundo interior.”
Todavía esta navegando. Algunas veces retrocede unos metros,
otras retrocede más; pero la mayoría del tiempo viaja hacia la
inmensidad. Esa a la que le temía desde su infantilidad.
La misma que lo había llevado a enfrentarse con la autoridad.
Fue un buen chico; y digo fue porque ya encontró su lugar.

BILU

viernes, 2 de octubre de 2009

MI CECILIA

MI CECILIA

_ ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Podríamos estar juntos, viendo este atardecer hermoso_ iba deslizando el lápiz de Esteban sobre el papel, un tanto alabeado ya por sus codos despreocupados.
La ventanita de la buhardilla se había hecho cómplice del espectáculo: mostraba el mar en ese interminable instante en que el sol convierte en sangría las aguas.
Como sobre una ola rebelde, corcoveaba la letra en la hoja: _ ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pude creerte? Nunca quisiste vivir en paz y ser feliz conmigo en este lugar. Buscabas algo que sólo ahora comprendo.
Recuerdo los rostros de mis padres cuando decidí mudarme aquí, contigo. Después de treinta años, me iba de casa, del barrio, de la ciudad; nunca me había tomado más de cuatro o cinco días de vacaciones: tenía pánico a la soledad, al silencio, a vivir. Así me habían criado, así lo había aceptado. Hasta que te conocí.
Mi madre me lo advirtió con una mirada larga y triste, pero eras tan bella, tan hermosa.
¿Te acordás cuando llegamos? Tu rostro se encendió aunque, esa noche, sólo tus ojos iluminaron este espacio, el primero que sería nuestro. Papá me había comprendido tan cabalmente que no vaciló en gestionar el alquiler.
Hasta mamá había abrigado la esperanza de ver a su muchacho más repuesto, más vigoroso. Siempre me recordaba que debía alimentarme más y mejor; decía: “no sé a quién saliste así tan flaco, tan endeble; tu papá siempre fue macizo “Los tres creímos que la felicidad estaba contigo.
¡Te extraño, Cecilia! Mi Cecilia. Lograste arrancarnos el miedo de vivir, de equivocarnos.
El lápiz tachoneó la palabra estaba. Después de un momento descansó paralelo a la hoja. Un paralelismo que no se destruiría ya por intersección. Porque el manoseado papel fue a parar a un frasco de perfume vacío.
Todavía lucía la etiqueta llamativa que tanto encantaba a Cecilia. El muchacho lo tapó con cuidado y lo depositó en la mochila. Se la colgó, salió y lentamente bajó las escaleras a la playa.
El faro de Cabo Polonio, viendo sin querer tras su parpadeo, fue el único testigo sordomudo del viaje que acababa de emprender Esteban en busca de su sirena perdida.
BILU